Tuesday, August 15, 2006
El "antisemitismo de las cosas"
Zeev Jabotinsky
Alemania era el campo de pastoreo favorito del monstruo de la guerra, rico en el sabroso forraje que más le gusta. Polonia era su codiciado coto de caza, aun más indefenso y más tentador para el monstruo, pues la misma hierba crecía con más vigor en su suelo.
El papel de Polonia en la prehistoria “judía” de la guerra es un drama en sí mismo, al que se referirán los capítulos posteriores; aquí el autor sólo desea señalar la extraña y trágica cualidad de su papel histórico durante estos veinte años de su renovada existencia. Ha sido éste un período en el cual se incubaba la nueva guerra mundial; durante el cual su gobierno trató por muchos medios de impedir la guerra; y sin embargo, después de la misma Alemania, Polonia era considerada, objetivamente, el terreno principal en que se criaba el microbio de la guerra.
Se cuenta una entrevista del extinto mariscal Pilsudski con un importante emisario francés, poco después de haber tomado el poder los nazis en Berlín. El francés trataba de persuadirle de que se uniera a Francia e Inglaterra (además de Rusia Soviética, claro está), contra Alemania. Pilsudski llevó a su huésped a un gran mural, donde se veía a Polonia apretada entre Rusia y Alemania. “Si estos dos chocan algún día -dijo- todas sus batallas se librarán en nuestro suelo. Ahora, imagínese que este suelo fuese Francia, no Polonia, y dígame cuál sería la política francesa”.
Desde el momento de la toma del poder por Pilsudski en 1926, y quizá aun antes, la política de la República Polaca era dictada por esa meta principal: nada de guerra en suelo polaco. Y esto, o al menos así parecía entonces, era igual que decir “nada de guerra”. De todas las naciones intensa e inherentemente pacíficas, Polonia era probablemente la que con más autenticidad ansiaba la paz mundial; no por lo que se entiende en general como pacifismo, sino por algo mucho más efectivo que el pacifismo: es decir, el propio interés, evidente e inequívoco.
Al mismo tiempo, todo el cerco centro-oriental de Europa, desde Riga en el Báltico hasta Constanza en el Mar Negro, estaba a la vera de la más perniciosa especie de fiebre social: y el principal foco de infección, desde el cual se propagó al Norte y al Sur, era Polonia. Era, naturalmente, el mismo mal de siempre: la fiebre del antisemitismo.
Su origen estaba en el hecho estadístico de que los judíos constituían el diez por ciento de la población total de Polonia, y aproximadamente una tercera parte de su población urbana. Este hecho ineludible viciaba y pervertía todo valor cívico. La “democracia” en este ambiente significaba que en las municipalidades de Varsovia, Cracovia, Lodz y todas las demás ciudades importantes, los polacos tendrían que compartir el dominio casi en términos iguales con los judíos: eso era lo que significa, o así lo pensaba la gente. La “igualdad de derechos”, en este ambiente, significaba que en todas las ramas de la economía que exigen un poco de cultura el judío, urbanizado de mucho tiempo antes, alcanzaría y vencería a su competidor polaco, hijo o nieto de campesinos más o menos torpes: o así lo creía la gente. Es inútil hablar de la belleza moral del juego limpio: el hecho desnudo es que en Polonia los celos y los temores de los polacos por los judíos emponzoñaban la atmósfera misma de su vida pública. Veremos en otros capítulos cuán cierto es que en algunos países el factor decisivo no es antisemitismo de los hombres sino el antisemitismo de las cosas. Y aquí tenemos un primer atisbo de este antisemitismo de los hechos.
El resultado de este hecho estadístico fue que durante veinte años Polonia estuvo siempre al borde de la convulsión interna. No quiero sugerir que la cuestión judía era el único punto doloroso; había otras preocupaciones, acaso más graves, como por ejemplo el problema ucraniano. Pero ni ésta ni ninguna otra dificultad de origen “gentil” posee la peculiaridad especial y maldita del antisemitismo: su inflexible vitalidad, su poder de acumular toxinas sociales. Era algo así como un mal resfrío crónico de cabeza, no una enfermedad grave de por sí, sino una invitación constante a otras clases de enfermedades. Las luchas partidistas en ese “clima patológico” se convertían en odio criminal; la crítica degeneraba en calumnia; la temperatura y el temperamento de toda la vida pública eran, como dice el proverbio, los de un oso con dolor de cabeza.
Y esta Polonia era, por su tamaño y su población y su prestigio, la roca central de Europa centro-oriental. Si Dios o el destino le hubieran dado una probabilidad de desarrollarse en calma, firmemente, su influencia habría estabilizado toda aquella zona, y la habría convertido en una verdadera “Tercera Europa”, una fuerza cohesionada, capaz de dar más sobriedad a los vecinos alemanes, pese a su fuerza numérica (porque Europa centro-oriental tiene una población total no muy inferior a cien millones). Según marcharon las cosas, el constante estado febril de Polonia actuó como una permanente provocación para sus vecinos.
La conclusión es clara: ninguna restauración, en Europa central o centro-oriental, contribuirá jamás a una paz duradera a menos que se extirpe la úlcera del antisemitismo. Entre los factores cuya interacción ha producido esta guerra, “el mal judío” era omnipresente. La guerra habrá sido librada en vano, la victoria será peor que una mentira, si se deja en la tierra esa simiente para que envenene el futuro.
Fuente: Capítulo 5 de La Nación Judía y La Guerra, de Vladimir Zeev Jabotinsky.
Biblioteca Oriente, Buenos Aires, 1941.
De: Nuevo Mundo Israelita.
Postagem , André Veríssimo,
Director Ceimom
Alemania era el campo de pastoreo favorito del monstruo de la guerra, rico en el sabroso forraje que más le gusta. Polonia era su codiciado coto de caza, aun más indefenso y más tentador para el monstruo, pues la misma hierba crecía con más vigor en su suelo.
El papel de Polonia en la prehistoria “judía” de la guerra es un drama en sí mismo, al que se referirán los capítulos posteriores; aquí el autor sólo desea señalar la extraña y trágica cualidad de su papel histórico durante estos veinte años de su renovada existencia. Ha sido éste un período en el cual se incubaba la nueva guerra mundial; durante el cual su gobierno trató por muchos medios de impedir la guerra; y sin embargo, después de la misma Alemania, Polonia era considerada, objetivamente, el terreno principal en que se criaba el microbio de la guerra.
Se cuenta una entrevista del extinto mariscal Pilsudski con un importante emisario francés, poco después de haber tomado el poder los nazis en Berlín. El francés trataba de persuadirle de que se uniera a Francia e Inglaterra (además de Rusia Soviética, claro está), contra Alemania. Pilsudski llevó a su huésped a un gran mural, donde se veía a Polonia apretada entre Rusia y Alemania. “Si estos dos chocan algún día -dijo- todas sus batallas se librarán en nuestro suelo. Ahora, imagínese que este suelo fuese Francia, no Polonia, y dígame cuál sería la política francesa”.
Desde el momento de la toma del poder por Pilsudski en 1926, y quizá aun antes, la política de la República Polaca era dictada por esa meta principal: nada de guerra en suelo polaco. Y esto, o al menos así parecía entonces, era igual que decir “nada de guerra”. De todas las naciones intensa e inherentemente pacíficas, Polonia era probablemente la que con más autenticidad ansiaba la paz mundial; no por lo que se entiende en general como pacifismo, sino por algo mucho más efectivo que el pacifismo: es decir, el propio interés, evidente e inequívoco.
Al mismo tiempo, todo el cerco centro-oriental de Europa, desde Riga en el Báltico hasta Constanza en el Mar Negro, estaba a la vera de la más perniciosa especie de fiebre social: y el principal foco de infección, desde el cual se propagó al Norte y al Sur, era Polonia. Era, naturalmente, el mismo mal de siempre: la fiebre del antisemitismo.
Su origen estaba en el hecho estadístico de que los judíos constituían el diez por ciento de la población total de Polonia, y aproximadamente una tercera parte de su población urbana. Este hecho ineludible viciaba y pervertía todo valor cívico. La “democracia” en este ambiente significaba que en las municipalidades de Varsovia, Cracovia, Lodz y todas las demás ciudades importantes, los polacos tendrían que compartir el dominio casi en términos iguales con los judíos: eso era lo que significa, o así lo pensaba la gente. La “igualdad de derechos”, en este ambiente, significaba que en todas las ramas de la economía que exigen un poco de cultura el judío, urbanizado de mucho tiempo antes, alcanzaría y vencería a su competidor polaco, hijo o nieto de campesinos más o menos torpes: o así lo creía la gente. Es inútil hablar de la belleza moral del juego limpio: el hecho desnudo es que en Polonia los celos y los temores de los polacos por los judíos emponzoñaban la atmósfera misma de su vida pública. Veremos en otros capítulos cuán cierto es que en algunos países el factor decisivo no es antisemitismo de los hombres sino el antisemitismo de las cosas. Y aquí tenemos un primer atisbo de este antisemitismo de los hechos.
El resultado de este hecho estadístico fue que durante veinte años Polonia estuvo siempre al borde de la convulsión interna. No quiero sugerir que la cuestión judía era el único punto doloroso; había otras preocupaciones, acaso más graves, como por ejemplo el problema ucraniano. Pero ni ésta ni ninguna otra dificultad de origen “gentil” posee la peculiaridad especial y maldita del antisemitismo: su inflexible vitalidad, su poder de acumular toxinas sociales. Era algo así como un mal resfrío crónico de cabeza, no una enfermedad grave de por sí, sino una invitación constante a otras clases de enfermedades. Las luchas partidistas en ese “clima patológico” se convertían en odio criminal; la crítica degeneraba en calumnia; la temperatura y el temperamento de toda la vida pública eran, como dice el proverbio, los de un oso con dolor de cabeza.
Y esta Polonia era, por su tamaño y su población y su prestigio, la roca central de Europa centro-oriental. Si Dios o el destino le hubieran dado una probabilidad de desarrollarse en calma, firmemente, su influencia habría estabilizado toda aquella zona, y la habría convertido en una verdadera “Tercera Europa”, una fuerza cohesionada, capaz de dar más sobriedad a los vecinos alemanes, pese a su fuerza numérica (porque Europa centro-oriental tiene una población total no muy inferior a cien millones). Según marcharon las cosas, el constante estado febril de Polonia actuó como una permanente provocación para sus vecinos.
La conclusión es clara: ninguna restauración, en Europa central o centro-oriental, contribuirá jamás a una paz duradera a menos que se extirpe la úlcera del antisemitismo. Entre los factores cuya interacción ha producido esta guerra, “el mal judío” era omnipresente. La guerra habrá sido librada en vano, la victoria será peor que una mentira, si se deja en la tierra esa simiente para que envenene el futuro.
Fuente: Capítulo 5 de La Nación Judía y La Guerra, de Vladimir Zeev Jabotinsky.
Biblioteca Oriente, Buenos Aires, 1941.
De: Nuevo Mundo Israelita.
Postagem , André Veríssimo,
Director Ceimom