Sunday, July 30, 2006

Rozitchner y el suicidio colectivo


Alberto Mazor
ISRAEL

¿Podemos seguir siendo judíos? pregunta León Rozitchner en la edición del periódico argentino ‘Página/12’ del 23 de julio de 2006.


En tal interrogante quedan denotadas dos preocupaciones principales: la determinación de la identidad propiamente dicha y la pluralidad de la misma. Rozitchner parte de una hipótesis tan anti judía, según la cual, al parecer, existe sólo una posibilidad de formación judía que, en cualquier momento dado de la historia todos podemos o debemos adoptar o desechar.


Rozitchner lleva a recordar una fábula que sirve como analogía de lo que en ocasiones nos sucede a los judíos:


En cierta ocasión se reunieron las tortugas a debatir cómo escapar de las fauces del caimán que estaba acabando con la comarca.



- Bueno, compañeras -dijo la presidenta encabezando la sesión-, debemos preparar una estrategia para eludir el ataque del caimán.



- Sí, a ese ritmo terminará acabando con todas, cada día es más gigantesco y su apetito es más y más grande, dijo uno de las asistentes.



- Ataquémoslo entre todas y acabemos con él -fue la primera idea lanzada-.



- ¡No! -afirmó la presidenta- eso sería un suicidio colectivo, su piel es muy dura y no podríamos dañarlo. ¿Qué podemos hacer? - reiteró.



- Cambiemos de domicilio, opinó alguien.



- Todos nuestros ancestros, nuestro pasado, lo que somos… está aquí; un caimán foráneo no puede exiliarnos, respondió la filósofa.



- No salgamos de nuestros refugios o de nuestras caparazones, expresó otra.



- Moriríamos de hambre, exclamó la presidenta.



- Disfracémonos, opinaron todas.



- Nos reconocería, objeto la filósofa.



En la medida en que el tiempo transcurría, la fluidez de ideas mermaba y los aportes disminuían.



- Corramos más rápido, dijeron.



- Tendríamos que practicar y mientras tanto nos seguiría devorando, expresó la presidenta.



Fue en esos momentos que irrumpió el caimán y devoró a la presidenta de un bocado.


Las concurrentes a la reunión, alteradas por el acontecimiento, obraron de diversas maneras. Algunas atacaron al caimán en distintas partes blandas ocasionándole severos daños, otras huyeron despavoridas del lugar, unas cuantas se escondieron en el lodo, varias nadaron raudamente en diversas direcciones logrando confundir al dolorido reptil, y otro puñado juntó provisiones y se escondió…


Al cabo de un tiempo, las infecciones, las epidemias, la disminución de la población de las tortugas obligaron al caimán a cambiar de domicilio. Las tortugas paulatinamente recuperaron sus moradas y eligieron nueva presidenta… Pero el daño ya estaba hecho…



Los caimanes dominantes



Las dificultades nos devoran no por la ausencia de ideas, pues los judíos -como las tortugas- poseemos un inmenso arsenal de propuestas para problemas temporales que nos atiborran, pero solemos renunciar a las soluciones al no dejar madurar las ideas el tiempo suficiente o bien, porque rápidamente desechamos las hipótesis de solución sin que las hayamos estructurado y fundamentado adecuadamente.


Además, abandonamos las soluciones, porque no son como las esperamos, pensamos, creemos o queremos que sean. Pero, sobre todo, nos convertimos en víctimas porque cedemos las decisiones cardinales a los otros; por ejemplo a quienes nos dirigen. En lugar de luchar por lo que creemos, por nuestra legítima identidad, por nuestra integridad, preferimos la subordinación acomodaticia, la obediencia infantil mediante una sutil hipocresía; preferimos no participar activamente, dejando que los demás hagan lo que les venga en gana. Olvidamos que la única autoridad genuina y legítima que existe es la autoridad moral. Por eso los caimanes nos siguen engullendo.



La dirigencia eterna



Pareciera que una buena parte de los judíos desearía seguir siendo niño eternamente, no quiere crecer ni asumir sus responsabilidades, no quiere ser formal. Un trozo de nuestra alma, cuando andamos entre las dificultades, ansía que alguien la abrigue, la proteja y le diga que todo saldrá bien. Esa porción es la que siempre se encuentra dispuesta a delegar la responsabilidad de tomar las decisiones esenciales de la vida.


Solamente hay que observar esa costumbre judía en que delegamos nuestra responsabilidad para "arriba".


Así es, el alumno le pasa la carga a su maestro, los miembros de la colectividad a sus dirigentes, y éstos a los gobernantes de Israel, sean quienes sean. Al final, buscamos que sea algo como una "idishe mame": quien nos solucione nuestros problemas existenciales.


Erich Fromm (en ‘El miedo a la libertad’) sostenía que el pueblo alemán, a pesar de ser tan culto y preparado, permitió el acceso al poder de una persona tan funesta y gris como Hitler, debido a que los problemas por los que atravesaban personalmente eran tan abrumadores que, al creer que no tenían solución, llegaron a la desesperación total.


Fue entonces que resolvieron suicidarse colectivamente apegándose a una sola voz que inspiraba confianza, que decía síganme, pero sin hacer preguntas, “hagan todo lo que les digo y los sacaré del embrollo”. “Yo les diré cuándo podemos ser y cuándo no”. “Yo me encargo de todo”. “Yo tengo las respuestas”.


La desesperación conduce a los pueblos, y a algunos de sus filósofos, a elegir opciones que proponen caminos demagógicos, los más rápidos y populistas, los que abusan de la ignorancia de la gente pero terminan siendo una catástrofe.



La seguridad de la pasividad



Las tortugas pensaron y se manifestaron, pero no analizaron adecuadamente las opciones para accionar.


Conocían la problemática, pero no tenían la convicción, el compromiso y menos la continuidad de lo que se proponían acometer. Quizá, en el fondo, querían suicidarse, la carga era demasiado pesada, implicaba mucha responsabilidad.


La pasividad genera una extraordinaria seguridad, es como mantener una embarcación en el puerto, lejos del embravecido mar. Indudablemente allí, cerca del muelle, hay resguardo, pero con el tiempo corre un peligro imperceptible: ahí mismo, en su inamovilidad, el barco se desfondará; porque, no olvidemos, fue hecho para navegar.


A veces me pregunto si esas actitudes, tan característicamente diaspóricas y fáciles a la vez, de negación de la identidad, de postergación y falta de acción, no encierran -acaso- la intención de cometer un suicidio colectivo, tal como las tortugas de la fábula.


Y luego imagino que nuestros infortunios son porque, fundamentalmente, no queremos comprometernos demasiado y admitir esa identidad.


¿Será que no sabemos distinguir que las oportunidades suelen disfrazarse de problemas.