«Sí, claro», me contesta, con convicción. «No hay Estado alguno en el mundo capaz de asistir impasible a la lluvia diaria de misiles sobre las cabezas de sus ciudadanos».
Al responderle que ya lo sé, se detiene.
Al decirle que, cada vez que llego a Israel, voy a Sderot por principio y por solidaridad, al señalarle también que quizás hubiese otros medios, como la negociación, para evitarlo, alza los hombros de una forma un tanto cómica y, con el tono del que -dado que se lo solicitan- va a entrar en los detalles técnicos, retoma la palabra.
«Es necesario, entonces, que usted entienda quiénes son los de Hamas. Aquí, los conocemos mejor que nadie. A veces, me da la impresión de poder seguir en tiempo real e, incluso, prever sus más mínimas decisiones. Pues bien, desde aquí sabemos tres cosas».
Le traen un café que bebe de un trago. «Su estrategia, que es la de los Hermanos Musulmanes, de los que surgen, tiene como fin la conquista del poder, a largo plazo, en el Líbano, Jordania e Israel».
Asiento con la cabeza. «A continuación, está su alianza con Irán, que puede parecer una alianza contra natura, dados los muchísimos contenciosos pendientes entre los suníes y los chiíes, pero cuyo proceso y evolución conocemos perfectamente».
La fecha: 1993. El escenario: un consejo de ulemas de Siria, Arabia Saudí, Jordania y Gaza. El inspirador: el egipcio El Jardaui, importador a la zona suní de la estrategia chií de los atentados
suicidas.
«Y, por último, lo esencial: esa red de 300 túneles, excavados bajo la frontera egipcia con el consentimiento tácito de [Hosni] Mubarak que, cada vez que nosotros se lo decíamos, juraba que se iba a ocupar del tema, pero, desgraciadamente, no hacía nada, por lo mucho que teme contrariar a sus propios Hermanos Musulmanes».
Se puede sostener -como los pacifistas israelíes- que hubiese bastado con la destrucción de los citados túneles. Se puede estimar -como en mi caso- que, tras haber obtenido ya el resultado de hacerle descubrir al planeta la existencia de los túneles y haber colocado a los egipcios contra la pared, Israel podría detenerse esta guerra y, desde hoy mismo [día 11 de enero], ordenar el alto al fuego. Lo que no se puede ignorar es este hecho, este contexto: que Gaza, una vez evacuada, se convierte no en el embrión del Estado palestino tan esperado, sino en la vanguardia de una guerra contra el Estado judío.
Estoy en Baka El-Garbil, que está cerca de Oum al-Fahim, una de esas ciudades de árabes-israelíes que optaron, en 1948, por permanecer en sus casas y que forman, 60 años después, el 20% de la población de Israel. Este mediodía, toda la ciudad está en la calle. Son unas 15.000 las personas que protestan contra el «genocidio» de Gaza. Hay militantes, con la kefia en forma de damero de Fatah. Otros que agitan su bandera verde de Hamas.Veo incluso, en la cabecera de la manifestación, a jóvenes encapuchados que llaman a gritos, en casa del propio Israel, a la Intifada, a la yihad y al martirio.
«¿Este Israel contra el que vomitáis tanto odio no es vuestro Israel?», le pregunto a uno de ellos. «¿No es el Estado del que sois ciudadanos, al mismo título y con los mismos derechos que los demás?». El chaval me mira como si estuviese viendo a un loco. Y me contesta que Israel es un Estado racista, que le trata como una persona de segunda categoría, le prohíbe ir a la Universidad y a los night-clubs y que, por consiguiente, no puede esperar fidelidad de su parte.
Y, al instante, se va con sus camaradas, dejándome sumido en la perplejidad: bella solidez de una democracia que se las apaña, en tiempos de guerra, con uno de cada cinco ciudadanos al borde de la secesión política y vertiginosa fragilidad de un vínculo social, que está clarísimo que podría ser cortado desde dentro.¿Otro contexto? No. Pero sí la situación de Israel.
«Nada justifica la muerte de un niño», me dice Asaf, de 33 años, dueño de un restaurante de Nueva York y, en sus períodos de reservista, piloto de un helicóptero Cobra. «Nada. Por eso, cuando existe el riesgo, cuando, desde mi cabina, descubro que, al apuntar a un objetivo militar, puedo dar también a civiles, doy media vuelta y regreso a la base». Le planteé a Asaf el reto de probar lo que me estaba diciendo. Y, por eso, estoy aquí, en el Neguev, en la base de Palmachim, sancta sanctorum de la tecnología israelí, donde se prueban sobre todo los misiles antimisiles Arrow.
Vídeos de Asaf a bordo. Grabación de su conversación, del día 3 de enero, con un interlocutor en tierra, al que informa de su decisión de parar la misión, porque el «terrorista» que tiene en el visor va acompañado por un niño. Increíbles películas -veo cuatro- de esos misiles ya lanzados, que el piloto -al ver que aparece en su pantalla un civil o que el jeep al que apunta entra en el garaje de un edificio, a cuyos moradores no se ha avisado, como suele hacerse habitualmente- desvía en plena carrera y hace explotar en un campo.
Está claro, para mí, que no todos los pilotos tienen los mismos escrúpulos. De lo contrario, ¿cómo explicar los demasiado numerosos e inaceptables baños de sangre? Pero que hay Asafs en el Tsahal, que los protocolos piden actuar más bien a la manera de Asaf y que, en definitiva, Asaf no es una excepción sino la regla, es importante decirlo. (Y lo siento por el cliché que pretende reducir el Tsahal a un montón de bestias que se ensañan con mujeres y ancianos).
En casa de Ehud Barak [ex primer ministro israelí y actual titular de Defensa]. Le vi, ayer, en Palmachim, rodeado por sus generales.Y lo vuelvo a ver, hoy, en este salón grande, que parece girar en torno a dos pianos que toca como un consumado especialista.También él evoca el dilema moral al que tiene que enfrentarse su Ejército. Describe los cálculos de Hamas, que -precisamente porque sabe cuál es la forma de funcionar de los israelíes- instala depósitos de armas en un patio de una escuela, en una sala de un hospital o en una mezquita. «Una de dos», me explica en un tono en el que juraría vislumbrar la curiosidad del estratega ante una táctica inédita. «O bien estamos informados y no disparamos y, entonces, ellos ganan. O bien lo ignoramos y disparamos y, entonces, ellos filman a las víctimas, envían las imágenes a las televisiones y ganan también».
Estoy a punto de preguntarle cómo es que el hombre de Camp David, la paloma que ofreció a Arafat, hace nueve años, las llaves de un Estado palestino que aquél rechazó, vive personalmente este dilema. Y también estoy a punto de replicarle que Israel no estaría en este atolladero sin toda la serie de ocasiones fallidas, de pasos en falso y de cegueras de los diversos gobiernos que se sucedieron en el poder. Pero suena el teléfono.
Es Condoleezza Rice, que llama para presionarlo precisamente para que declare muy pronto un alto al fuego. ¿Por qué tan pronto, a su juicio? El ministro-pianista sonríe. Porque, en el plazo de unos 10 días, ese alto al fuego será su obra, la obra de Condy, o la del otro Barack (Obama), que podría birlarle su legacy [legado].
Amos Oz está hundido. El gran escritor, conciencia del país y, especialmente, del bando de la Paz, el autor de Ayúdenos a divorciarnos, con el que me reúno en Jerusalén, en casa de nuestro amigo común, Simon Peres, recuerda cómo el Tsahal tuvo que abordar, hace siete años, el genocidio de Yenín (66 muertos, de ellos, 23 israelíes).Y, después, en la época de la Guerra del Líbano, el drama de Canaán (remake, según algunos, del asalto al gueto de Varsovia).
También hablamos de las terribles armas que estaría utilizando el Tsahal (y cuyo efecto sería tragar el oxígeno alrededor del punto de impacto). Sin embargo, el rumor del día, el caso del edificio, en la zona de Zeitun, al que se habría atraído a cien personas antes de convertirlo en blanco de los disparos, le parece tan insensato que no sabe por dónde cogerlo ni cómo ha podido surgir y propagarse.
Parece que todo comenzó por un vago testimonio recogido por una ONG. Y, después, por unos cuantos periodistas. «Que dejen entrar a la prensa. ¿Cómo desmentir las patrañas, si nosotros no estamos allí?». Y, a continuación, la aldea mediática planetaria que se lanzó a por el caso. «El Tsahal habría... El Tsahal podría...El doctor X confirma que el Tsahal sería el causante de...».¡Ay, el veneno de estos sutiles condicionales, supuestamente prudentes! En dos días, ya no se hablará del rumor de Zeitun.Pero, ¿qué conclusión sacará el mundo? ¿Que era algo absurdo? ¿O que un horror entierra al otro y, mientras tanto, el Tsahal habría subido un escalón más en el escalafón de la abominación y del crimen? Oz, el Camus de Israel. La desinformación o el mito hebreo de Sísifo.
Otro rumor del que, en este caso, yo mismo pude verificar lo infundado que era: el del «bloqueo humanitario». Dejo de lado el caso del Hospital Shiva de Tel Aviv, cuyo director adjunto, Raphi Walden, me explica que el 70% de los pacientes son palestinos.Dejo de lado el caso de las ambulancias atacadas por error por el Tsahal, pero bloqueadas, conscientemente, por el Ministerio de Sanidad de Hamas, que coge a estos civiles como rehenes y no quiere, por nada del mundo, que sean atendidos en el hospital Soroka de Beer Sheba.
La información decisiva la recojo el miércoles, 14 de enero.En la frontera de Keren Shalom, en el extremo sur de la Franja de Gaza, por donde un centenar de camiones pasan, como cada mañana, ante la mirada vigilante de los representantes de las ONG. Harina.Medicinas. Alimentos para bebés. Mantas. Nada ni nadie, ni siquiera el habitual consuelo humanitario, puede atenuar, tanto aquí como en cualquier otra parte, el sufrimiento de las familias que perdieron a uno de los suyos. Pero los hechos son los hechos.
Y el hecho es que son más de 20.000 toneladas las que entraron, desde el comienzo de la operación, con bandera de la UNICEF o del World Food Program [Programa Mundial de Alimentos]. Así me lo dice el coronel Jehuda Weintraub, que fue, en otra etapa anterior de su vida, el autor de una tesis sobre Chrétien de Troyes y que se ha reenganchado, a sus 60 años, en la «coordinación» de la ayuda: «La guerra es siempre horrible, criminal, llena de odio. ¿Por qué añadir mentira a su atrocidad?».
El tono de la protesta sube en París. Jean-Marie Le Pen dice que Gaza es un campo de concentración. Otros, del bando de la izquierda radical, proclaman que no ha habido, desde hace mucho tiempo, peor masacre de musulmanes que la de Gaza. ¿Y los 300.000 habitantes de Darfur, camaradas? ¿Y los 200.000 bosnios? ¿Y las decenas de miles de chechenos que Putin iba a «rematar hasta en las letrinas» y que no os arrancaron ni una sola lágrima?
Al contrario de vosotros -preocupado por ir a verlo-, al menos, entré, el martes 13 de enero, caída la noche, en los suburbios de Gaza City, en el barrio Abasan Al-Jadida, un kilómetro al norte de Jan Younes. Embedded [empotrado] en una unidad de élite del Golán. Sé perfectamente, por haberlo evitado toda la vida, que el punto de vista del embedded no es jamás la buena perspectiva.Y no voy a pretender haber captado, en unas cuantas horas, el espíritu de esta guerra.
Pero, dicho esto, ofrezco mi testimonio. Desgraciadamente, los combatientes de Varsovia no disponían de minas anticarro del tipo de la que acaba de explotar bajo las ruedas del vehículo que pasó 20 minutos antes que el nuestro. Sus agresores no mostraban el cansancio ni el asco profundo por la guerra que muestran el comandante Guidi Kfirel y los cuatro reservistas que nos acompañan.
Y, por último, está claro que puedo equivocarme, pero lo poco, lo poquísimo que veo (edificios sumidos en la oscuridad, pero en pie, huertos abandonados, la calle Jalil al-Wazeer con sus comercios cerrados) habla de una ciudad abatida, transformada en una ratonera, aterrorizada, pero no arrasada en el sentido en el que lo fueron Grozni o algunos barrios de Sarajevo. Y esto es, una vez más, un hecho.
Ehud Olmert [primer ministro israelí], en Jerusalén. Cuenta, con cierta sorna, el baile de mediadores apresurados. Y menciona también el doble juego de Mubarak, al que la comunidad internacional deberá terminar por forzar a que cierre su frontera a los contrabandistas beduinos. Pero, de pronto, cambia de tono. Y, con una voz más queda, como en confidencia, comienza a contarme la última visita de Abú Mazen [presidente de la Autoridad Palestina], hace tres semanas, a esta misma oficina, en el mismo sillón en el que yo me encuentro.
«Le hice una oferta: el 94,5% de Cisjordania, más el 4,5% en forma de intercambio de territorios. Más un túnel, bajo su control, que uniese Cisjordania con Gaza, que equivaldría al 1% restante.Y, por lo que a Jerusalén se refiere, una solución lógica y sencilla: los barrios árabes para él; los barrios judíos para nosotros.Y los Santos Lugares bajo administración conjunta saudí, jornada, israelí, palestina y americana. Abú Mazen me pidió que le dejase el papel en el que había diseñado mi esquema. No lo hice, porque le conozco, y sé que, la próxima vez, habría utilizado mi papel como punto de partida de una contra-negociación. Pero, bueno, la oferta está hecha. Estoy esperando respuesta». ¿Demasiado bonito para ser cierto? ¿Es posible que, hace tan poco, se haya estado tan cerca de la paz?
Abú Mazen no está en Ramala, capital de los palestinos moderados.En su lugar, en un inmueble del centro de la ciudad, me reúno con Mustafa Barguti, presidente de la Iniciativa Nacional Palestina, así como con Mamdouh Aker, médico, autoridad moral y veterano del diálogo palestino-israelí.
Ni uno ni otro creen seriamente en una oferta de paz ofrecida por un primer ministro que está a punto de irse. Ambos hablan con severidad de Abú Mazen, culpable de instaurar un «Estado policial». Y siento que se guardan de no decir nada que parezca ir contra un Hamas del que la calle palestina es solidaria.
Y, sin embargo, reflexionando bien, escuchando al primero contarme su nostalgia del «plan saudí» de coexistencia de los dos estados, al ver al segundo animarse con la sola evocación de su Carta a Isaac Rabin, publicada en 1988 por el Jerusalem Post -porque los periódicos árabes la habían rechazado-, observando, por último, a la vuelta, el aspecto de los chicos y el rostro sin velo de las chicas que hacen cola, a mi lado, para entrar en Jerusalén, en el puesto de control de Kalandiya, me sorprendo creyendo de nuevo en ellos. Aquí están los socios de la paz futura. Una paz a pesar de todo. Una paz por encima de devastaciones y lágrimas.Una paz de la razón, sin vítores ni entusiasmo, pero quizás, precisamente por eso, una paz al alcance de la mano más que nunca.Dos pueblos, dos estados. Una paz seca.